Siempre se le veía alegre. De su lengua siempre surgía una palabra expresada con entusiasmo. Sus fuerzas siempre daban la impresión de ser inagotables. No se arredraba ante nada. A todos nos parecía que su fe en Dios era capaz de mover montañas. Montañas insalvables para cualquiera de nosotros.
Llegó el día, le alcanzó el momento no deseado. Los más avispados, intuían que algo estaba sucediendo. Se le veía renquear, intentaba disimular su mal. Por cierto, no era un maestro en el arte de la simulación. No era un especialista en esas lides. Tal vez en otras sí, pero en ese arte, era harto mediocre.
Cuando todo acabó, no digo si bien o mal, descubrí en el Nuevo Testamento que atesoraba (sí, digo bien, atesoraba) unos versículos escritos de su puño y letra: "y además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma, y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar, y yo no me indigno? Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad" (2 Corintios 11:28-30).
Quise leer esos versos en la versión en la que suelo meditar. Quiero deciros, que al leerlo de nuevo, entendí todo -espero que tú también-: "Y para no seguir contando, añádase mi preocupación diaria por todas las iglesias. Pues ¿quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién es inducido a pecar sin que yo lo sienta como una quemadura? Aunque si hay que presumir, presumiré de mis debilidades" (2 Cor. 11:28-30 BTI).
Nunca se permitió, cual Pablo, un desvarío público, fuera verbal o escrito. Nunca se permitió una pequeña locura (2 Cor. 11:7). El texto bíblico que escribió en su amado libro quedó oculto, hasta que un servidor lo descubrió. ¡Qué pena! ¡Qué dolor! Parece que en la actualidad ser "quijotes", dejando transparentar las propias "locuras", el propio dolor, no entra en lo que se espera de los que nos sirven.
Reitero, ¡qué pena! ¡Qué dolor!
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12 febrero, 2015
En el Dios de Jesús existe un "desequilibrio" a favor del amor
Cuando hablamos de Dios, hablamos a tientas. Y ello a pesar de su manifestación a través de la carne de Jesús de Nazaret. Seguimos conociendo de forma limitada, todavía no vemos a Dios cara a cara, nos enseñará San Pablo (1 Cor. 13:12). De ahí que debamos ser muy cuidadosos a la hora de hablar de Él. Y si lo hacemos, debemos hacerlo con temor y temblor.
Y con temor y temblor afirmo que debemos dejar conducirnos por el criterio del amor, y no por el criterio de la ira y la venganza. No podemos fijar nuestra vista y atención en los textos de la ira, sino en los textos del amor de Dios hacia los hombres y mujeres que pueblan nuestro mundo. Dependiendo de donde pongamos nuestro entendimiento espiritual, así hablaremos de Dios y lo manifestaremos, en su gracia, a través de nuestra vida individual y/o comunitaria.
¡Equilibrio! Nos vocearán algunos. Pero hemos decir que el amor siempre -y digo siempre- debe ahogar la ira. No al contrario. Es algo que recoge, en mi opinión falible, todo el espíritu que permea las Escrituras. En el Dios de Jesús existe un desequilibrio a favor del amor: "Tanto amó Dios al mundo, que no dudó en entregarle a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo para dictar sentencia de condenación contra el mundo, sino para que por medio de él se salve el mundo" (Jn. 3:16-17 BTI).
El texto del profeta Isaías que nos propone hoy el leccionario (Isaías 54:1-10) camina por el derrotero del amor. La voz del profeta es la voz de Dios, y viceversa, cuando escribe: "en un arrebato de cólera te oculté por un momento mi rostro, pero te quiero con amor eterno dice tu redentor, el Señor" (Isa. 54:8 BTI). ¡Dios jura no volver a encolerizarse, ni a apelar a la amenaza! Podemos, debemos indignarnos por el escenario que ofrece nuestro mundo, pero nunca debemos habitar en la indignación constante, sino en la fe que obra a través del amor (Gál. 5:6). No hay otro camino para las personas que pretendemos seguir a Jesús de Nazaret.
Acabo, porque debo finalizar, apelando a la Palabra que nos sale al encuentro a través del texto que afirma de forma categórica: "Aunque se muevan las montañas y se vengan abajo las colinas, mi cariño por ti no menguará, mi alianza de paz se mantendrá dice el Señor, que te quiere" (Isa. 54:10 BTI). Una esperanzadora posdata de la carta escrita en la carne de Jesús, nuestro Mesías, Señor y Maestro. Nada más, ni nada menos.
Soli Deo Gloria
Y con temor y temblor afirmo que debemos dejar conducirnos por el criterio del amor, y no por el criterio de la ira y la venganza. No podemos fijar nuestra vista y atención en los textos de la ira, sino en los textos del amor de Dios hacia los hombres y mujeres que pueblan nuestro mundo. Dependiendo de donde pongamos nuestro entendimiento espiritual, así hablaremos de Dios y lo manifestaremos, en su gracia, a través de nuestra vida individual y/o comunitaria.
¡Equilibrio! Nos vocearán algunos. Pero hemos decir que el amor siempre -y digo siempre- debe ahogar la ira. No al contrario. Es algo que recoge, en mi opinión falible, todo el espíritu que permea las Escrituras. En el Dios de Jesús existe un desequilibrio a favor del amor: "Tanto amó Dios al mundo, que no dudó en entregarle a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo para dictar sentencia de condenación contra el mundo, sino para que por medio de él se salve el mundo" (Jn. 3:16-17 BTI).
El texto del profeta Isaías que nos propone hoy el leccionario (Isaías 54:1-10) camina por el derrotero del amor. La voz del profeta es la voz de Dios, y viceversa, cuando escribe: "en un arrebato de cólera te oculté por un momento mi rostro, pero te quiero con amor eterno dice tu redentor, el Señor" (Isa. 54:8 BTI). ¡Dios jura no volver a encolerizarse, ni a apelar a la amenaza! Podemos, debemos indignarnos por el escenario que ofrece nuestro mundo, pero nunca debemos habitar en la indignación constante, sino en la fe que obra a través del amor (Gál. 5:6). No hay otro camino para las personas que pretendemos seguir a Jesús de Nazaret.
Acabo, porque debo finalizar, apelando a la Palabra que nos sale al encuentro a través del texto que afirma de forma categórica: "Aunque se muevan las montañas y se vengan abajo las colinas, mi cariño por ti no menguará, mi alianza de paz se mantendrá dice el Señor, que te quiere" (Isa. 54:10 BTI). Una esperanzadora posdata de la carta escrita en la carne de Jesús, nuestro Mesías, Señor y Maestro. Nada más, ni nada menos.
Soli Deo Gloria
Etiquetas:
amor,
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Jesús de Nazaret,
misericordia
11 febrero, 2015
"La espera" - Ignacio Simal
La paz de los vivos,
la guerra.
Ares pasea
ufano.
ufano.
Pasea en la guerra,
grita en medio de ella.
Se alegra al oír
el borbotear de la sangre.
(Selah)
La paz de los muertos,
el silencio.
Hades pasea
en el silencio.
Pasea en el silencio,
guarda silencio.
Saborea
su triunfo.
(Selah)
Vivos y muertos
esperan la victoria de Yah,
su paseo triunfante
entre los dioses.
Paseará al amanecer
de la nueva mañana.
Nos nombrará,
y volveremos a la vida.
Pasearemos con Yah,
como viejos compañeros,
sintiendo el frescor
del nuevo día.
(Selah)
La espiritualidad auténticamente cristiana

"Día a día consultan mi oráculo, desean conocer mis intenciones, como gente que practica la justicia, que no abandona el mandato de su Dios. Me piden que haga justicia, desean la cercanía de Dios" (Isa. 58:2 BTI)
Somos increíbles los que intentamos ejercitarnos en la piedad. Somos capaces de dividir la existencia en compartimentos estancos, incomunicados el uno del otro.
Por un lado, cada mañana, meditamos en los textos sagrados para conocer la voluntad del Dios a quien decimos seguir. Anhelamos la justicia del mundo venidero para el mundo de acá. Imploramos la experiencia de la cercanía de Dios en nuestras existencias. Perseveramos en ello cada día de nuestra vida.
Mientras que por otro, cuando salimos al mundo exterior después de haber leído las Escrituras, y practicado la meditación y la oración, establecemos un divorcio existencial entre lo realizado en el cuarto secreto del alma, y nuestra práctica cotidiana.
A lo hora de vivir el día a día dejamos caer en el olvido lo que hemos visto en el espejo de las prácticas espirituales (Stgo. 1:23). Ya que mientras andamos buscamos nuestros propios intereses, nos movemos entre pleitos y disputas, somos implacables con nuestro prójimo e incluso nos sentimos tentados a perder las formas y soltar algún que otro puñetazo sobre la mesa o en la cara de algún semejante (Isa. 58:3,4). ¡Cuánta mediocridad Dios mío! Pretendemos ser luz, y nos convertimos en tinieblas.
Si tuviéramos un poquito de sensibilidad exclamaríamos con el apóstol Pablo, ¡quién me librará de este cuerpo de muerte! Pero no, nosotros seguimos a lo nuestro, dividiendo nuestra vida en compartimentos estancos.
La auténtica espiritualidad, la única que permite que la luz del Dios de Jesús de Nazaret brille en medio de las tinieblas imperiales, es la que es acompañada de justicia y misericordia en nuestro andar diario. Entonces, a la manera de Jesús, nuestra vida consistirá en un constante "abrir las prisiones injustas, romper las correas del cepo, dejar libres a los oprimidos, destrozar todos los cepos; compartir tu alimento con el hambriento, acoger en tu casa a los vagabundos, vestir al que veas desnudo, y no cerrarte a tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora, tus heridas se cerrarán en seguida, tus buenas acciones te precederán, te seguirá la gloria del Señor" (Isa. 58:6-8 BTI).
La auténtica espiritualidad, toda ella incontaminada por los dioses de este mundo, logrará que los compartimentos estancos en los que hemos convertido nuestra vida se conviertan en vasos comunicantes, posibilitando -aquí, y ahora- nuestra colaboración en la construcción del mundo nuevo de Dios. La auténtica espiritualidad, reitero, cultiva nuestro reducto más sagrado, nuestra alma, y al mismo tiempo lucha a favor de la justicia y la misericordia en medio de nuestra aldea global.
Entonces, solamente entonces, "el Señor será siempre tu guía, saciará tu hambre en el desierto, hará vigoroso tu cuerpo, serás como un huerto regado, como un manantial de aguas cuyo cauce nunca se seca. Volverás a levantar viejas ruinas, cimientos desolados por generaciones; te llamarán reparador de brechas, repoblador de lugares ruinosos" (Isa. 58:11-12 BTI).
Soli Deo Gloria
Somos increíbles los que intentamos ejercitarnos en la piedad. Somos capaces de dividir la existencia en compartimentos estancos, incomunicados el uno del otro.
Por un lado, cada mañana, meditamos en los textos sagrados para conocer la voluntad del Dios a quien decimos seguir. Anhelamos la justicia del mundo venidero para el mundo de acá. Imploramos la experiencia de la cercanía de Dios en nuestras existencias. Perseveramos en ello cada día de nuestra vida.
Mientras que por otro, cuando salimos al mundo exterior después de haber leído las Escrituras, y practicado la meditación y la oración, establecemos un divorcio existencial entre lo realizado en el cuarto secreto del alma, y nuestra práctica cotidiana.
A lo hora de vivir el día a día dejamos caer en el olvido lo que hemos visto en el espejo de las prácticas espirituales (Stgo. 1:23). Ya que mientras andamos buscamos nuestros propios intereses, nos movemos entre pleitos y disputas, somos implacables con nuestro prójimo e incluso nos sentimos tentados a perder las formas y soltar algún que otro puñetazo sobre la mesa o en la cara de algún semejante (Isa. 58:3,4). ¡Cuánta mediocridad Dios mío! Pretendemos ser luz, y nos convertimos en tinieblas.
Si tuviéramos un poquito de sensibilidad exclamaríamos con el apóstol Pablo, ¡quién me librará de este cuerpo de muerte! Pero no, nosotros seguimos a lo nuestro, dividiendo nuestra vida en compartimentos estancos.
La auténtica espiritualidad, la única que permite que la luz del Dios de Jesús de Nazaret brille en medio de las tinieblas imperiales, es la que es acompañada de justicia y misericordia en nuestro andar diario. Entonces, a la manera de Jesús, nuestra vida consistirá en un constante "abrir las prisiones injustas, romper las correas del cepo, dejar libres a los oprimidos, destrozar todos los cepos; compartir tu alimento con el hambriento, acoger en tu casa a los vagabundos, vestir al que veas desnudo, y no cerrarte a tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora, tus heridas se cerrarán en seguida, tus buenas acciones te precederán, te seguirá la gloria del Señor" (Isa. 58:6-8 BTI).
La auténtica espiritualidad, toda ella incontaminada por los dioses de este mundo, logrará que los compartimentos estancos en los que hemos convertido nuestra vida se conviertan en vasos comunicantes, posibilitando -aquí, y ahora- nuestra colaboración en la construcción del mundo nuevo de Dios. La auténtica espiritualidad, reitero, cultiva nuestro reducto más sagrado, nuestra alma, y al mismo tiempo lucha a favor de la justicia y la misericordia en medio de nuestra aldea global.
Entonces, solamente entonces, "el Señor será siempre tu guía, saciará tu hambre en el desierto, hará vigoroso tu cuerpo, serás como un huerto regado, como un manantial de aguas cuyo cauce nunca se seca. Volverás a levantar viejas ruinas, cimientos desolados por generaciones; te llamarán reparador de brechas, repoblador de lugares ruinosos" (Isa. 58:11-12 BTI).
Soli Deo Gloria
10 febrero, 2011
El perdón último de las víctimas
“¿Hasta cuándo, oh Señor santo y verdadero, esperarás para juzgar y vengar nuestra sangre de los que moran en la tierra?” (Ap. 6:10). El grito de las víctimas que pide venganza en los que han sido sus verdugos llega a la presencia de Dios. Éste, probablemente, debe reaccionar en consecuencia... a no ser que las víctimas cambien y perdonen a sus verdugos.
¿Quién tiene la última palabra en relación con la eternidad y el reino de Dios que viene? ¿Dios? ¿Las víctimas? ¿O tal vez los verdugos? ¿Puede Dios, de forma unilateral, perdonar a los verdugos dejando de lado a sus víctimas? Ahí se encuentra el nudo gordiano del asunto.
Quisiera señalar dos textos bíblicos que narran la relación víctimas – verdugos y que posibilitan un solución al nudo gordiano que hemos expuesto. El primero tiene que ver con Jesús de Nazaret. El torturado, vejado y asesinado Mesías murió pidiendo el perdón de sus verdugos (Lc. 23:34). No clamó gritando ¡venganza!, sino perdonando incondicionalmente. El segundo texto narra el asesinato del protomártir Esteban. Él también muere perdonando a sus verdugos (Hch. 7:60). En ambos casos se pide a Dios perdón para los verdugos. ¿Cómo responde Dios? ¿Hace caso omiso a la petición de las víctimas..?
Dios, tal como nos mostró Jesús de Nazaret, no es cruel. Es un Dios que desea, sobre todas las cosas, perdonar al ser humano. ¡Cuánto más si las víctimas se lo suplican! El perdón de las víctimas y la gracia de Dios logran la restauración radical de los verdugos mediante la recuperación de su humanidad perdida y volviéndoles en sí.
El targumista hebreo de Isaías escribió: “Entonces saldrán y verán los cadáveres de los hombres pecadores, que se rebelaron contra mi Palabra, ciertamente su espíritu no morirá y su fuego no se extinguirá y los malvados serán sentenciados a la gehenna hasta que los justos digan de ellos: Ya hemos visto bastante” (Tg. Is. 66:24 –Trad. De Josep Ribera Florit-). En la tradición que se recoge en el Targum de Isaías, sin duda, se afirma que la duración del castigo de los verdugos está condicionado a la respuesta de su víctimas (los justos), y éstas dicen, “ya hemos visto bastante”.
Sin duda, la exhortación que la carta a los Efesios expone va en esa dirección cuando leemos que debemos ser “amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo” (Ef. 4:32). Por extensión esa exhortación tiene que ver también con los que son beligerantemente enemigos. Ya Jesús nos enseñó que debemos amarles y desearles el bien (Mt. 5:43ss.). La ira, aunque sea justificada, no obra la justicia de Dios –siempre restauradora- (Stgo. 1:20).
La donación de perdón al que nos hace mal es consustancial al ser cristiano y al carácter de Dios. Y el perdón, acompañado de la gracia de Dios, reitero la idea, logra la recuperación de la humanidad perdida de los verdugos y les vuelve en sí a la manera del “hijo pródigo” (Lc. 15:11ss.). Y ello por toda la eternidad. Probablemente el perdón de Dios es proléptico, anticipo del perdón último de las víctimas hacia los que han sido sus verdugos.
Como escribe el teólogo Jurgen Moltmann: "Es una fuente de gozo infinitamente consolador el saber que los asesinos no triunfarán definitivamente sobre sus víctimas, sino que, durante la eternidad, no seguirán siendo ni siquiera los asesinos de sus víctimas. La doctrina escatológica acerca de la restauración de todas las cosas tiene estas dos facetas: el juicio de Dios que lo endereza todo y el reino de Dios que suscita nueva vida" (La venida de Dios. Sígueme, 2004. Pág. 328). Un juicio de Dios que, añado, atiende al clamor perdonador de las víctimas (a la manera de Jesús o de Esteban) y un reino de Dios que suscita vida en todos los seres humanos, sean éstos victimas o verdugos.
Habrá un día en que veremos, al igual que Esteban, los cielos abiertos y al Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios, y ante esa visión las víctimas clamarán a favor de sus verdugos diciendo “Señor, no les tomes en cuenta su pecado” (Hch. 7:56, 60). Todas las víctimas de la historia están representadas en la actitud arquetípica de Jesús de Nazaret y Esteban. En ese día toda rodilla se doblará tanto “de los que están en el cielo y en la tierra, -como los que están- debajo de la tierra, y toda lengua confesará que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:10-11).
¿Quién tiene la última palabra en relación con la eternidad y el reino de Dios que viene? ¿Dios? ¿Las víctimas? ¿O tal vez los verdugos? ¿Puede Dios, de forma unilateral, perdonar a los verdugos dejando de lado a sus víctimas? Ahí se encuentra el nudo gordiano del asunto.
Quisiera señalar dos textos bíblicos que narran la relación víctimas – verdugos y que posibilitan un solución al nudo gordiano que hemos expuesto. El primero tiene que ver con Jesús de Nazaret. El torturado, vejado y asesinado Mesías murió pidiendo el perdón de sus verdugos (Lc. 23:34). No clamó gritando ¡venganza!, sino perdonando incondicionalmente. El segundo texto narra el asesinato del protomártir Esteban. Él también muere perdonando a sus verdugos (Hch. 7:60). En ambos casos se pide a Dios perdón para los verdugos. ¿Cómo responde Dios? ¿Hace caso omiso a la petición de las víctimas..?
Dios, tal como nos mostró Jesús de Nazaret, no es cruel. Es un Dios que desea, sobre todas las cosas, perdonar al ser humano. ¡Cuánto más si las víctimas se lo suplican! El perdón de las víctimas y la gracia de Dios logran la restauración radical de los verdugos mediante la recuperación de su humanidad perdida y volviéndoles en sí.
El targumista hebreo de Isaías escribió: “Entonces saldrán y verán los cadáveres de los hombres pecadores, que se rebelaron contra mi Palabra, ciertamente su espíritu no morirá y su fuego no se extinguirá y los malvados serán sentenciados a la gehenna hasta que los justos digan de ellos: Ya hemos visto bastante” (Tg. Is. 66:24 –Trad. De Josep Ribera Florit-). En la tradición que se recoge en el Targum de Isaías, sin duda, se afirma que la duración del castigo de los verdugos está condicionado a la respuesta de su víctimas (los justos), y éstas dicen, “ya hemos visto bastante”.
Sin duda, la exhortación que la carta a los Efesios expone va en esa dirección cuando leemos que debemos ser “amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo” (Ef. 4:32). Por extensión esa exhortación tiene que ver también con los que son beligerantemente enemigos. Ya Jesús nos enseñó que debemos amarles y desearles el bien (Mt. 5:43ss.). La ira, aunque sea justificada, no obra la justicia de Dios –siempre restauradora- (Stgo. 1:20).
La donación de perdón al que nos hace mal es consustancial al ser cristiano y al carácter de Dios. Y el perdón, acompañado de la gracia de Dios, reitero la idea, logra la recuperación de la humanidad perdida de los verdugos y les vuelve en sí a la manera del “hijo pródigo” (Lc. 15:11ss.). Y ello por toda la eternidad. Probablemente el perdón de Dios es proléptico, anticipo del perdón último de las víctimas hacia los que han sido sus verdugos.
Como escribe el teólogo Jurgen Moltmann: "Es una fuente de gozo infinitamente consolador el saber que los asesinos no triunfarán definitivamente sobre sus víctimas, sino que, durante la eternidad, no seguirán siendo ni siquiera los asesinos de sus víctimas. La doctrina escatológica acerca de la restauración de todas las cosas tiene estas dos facetas: el juicio de Dios que lo endereza todo y el reino de Dios que suscita nueva vida" (La venida de Dios. Sígueme, 2004. Pág. 328). Un juicio de Dios que, añado, atiende al clamor perdonador de las víctimas (a la manera de Jesús o de Esteban) y un reino de Dios que suscita vida en todos los seres humanos, sean éstos victimas o verdugos.
Habrá un día en que veremos, al igual que Esteban, los cielos abiertos y al Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios, y ante esa visión las víctimas clamarán a favor de sus verdugos diciendo “Señor, no les tomes en cuenta su pecado” (Hch. 7:56, 60). Todas las víctimas de la historia están representadas en la actitud arquetípica de Jesús de Nazaret y Esteban. En ese día toda rodilla se doblará tanto “de los que están en el cielo y en la tierra, -como los que están- debajo de la tierra, y toda lengua confesará que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:10-11).
02 diciembre, 2010
Biblia, historias de terror e infancia
![]() |
Holocausto |
“Vi un ángel que estaba de pie en el sol, y clamó a gran voz diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: «¡Venid y congregaos a la gran cena de Dios! Para que comáis carnes de reyes y capitanes y carnes de fuertes; carnes de caballos y de sus jinetes; carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes” (Apo. 19:17,18), escribió hace siglos el vidente de Patmos.
El apocalíptico Juan describe en su texto, entre otras descripciones, una escena dantesca y macabra a la que denomina “la cena de Dios”. Las aves del cielo desgarran las carnes de los muertos en el campo de batalla. “Dios ha vengado la muerte de sus siervos”, escribirá (Apo. 19:2). Ante tal escena y comprensión del actuar divino, ¿qué podemos decir?
No quiero guardar silencio ante las “historias” de terror que en muchas ocasiones describe la Biblia. Sí, son imágenes que responden a otros parámetros culturales y teológicos, pero ello no evita que produzcan en mi, y en muchos cristianos, una cierta desazón y, por qué no decirlo, cierta repugnancia. No reflejan al Dios que se manifestó a través de la buena noticia que anunció Jesús de Nazaret, Dios hecho carne.
Mi preocupación ante esos textos de terror es motivada, no por la lectura que un adulto, bien formado, pueda hacer de los mismos. Sino de la lectura que un niño, un preadolescente o un adolescente pueda realizar de los textos de violencia y terror que encontramos en las Escrituras. Me preocupa todavía más el acompañamiento teológico-pedagógico que los docentes de nuestras escuelas dominicales puedan llevar a cabo con nuestros niños a la hora de abordar textos dantescos como el que acabo de presentar. Historias de terror y muerte que se inician ya en el primer libro del Pentateuco, cuando se explica cómo toda la humanidad, excepto una familia, es muerta a manos de un diluvio originado en la voluntad de Dios.
No deseo que nuestros hijos e hijas crezcan con una visión de un Dios con sus manos o sus vestidos empapados en sangre. Más bien deseo que crezcan con un entendimiento de Dios como aquel que “hecho carne”, habitó entre nosotros, y como resultado de su praxis y mensaje, lo asesinaron. Sin embargo, Él, murió orando e implorando el perdón para aquellos que le habían torturado hasta la muerte.
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Hiroshima |
La comprensión que de Dios se explica en la Biblia hebrea queda superada por la Palabra de Dios encarnada en Jesucristo. Y al igual que no mostraríamos fotografías como la que encabeza esta columna o este párrafo a los niños de nuestras escuelas dominicales, tampoco es conveniente mostrarles escenas bíblicas que hasta a nosotros nos incomodan. No quiero que nuestros niños y niñas crezcan en la creencia de un Dios terrorífico, y en ocasiones cruel, que a las primeras de cambio decide, o decidirá en el futuro, eliminar a la humanidad en un abrir y cerrar de ojos. Muy al contrario, deseo que conozcan a un Dios amante de la libertad de los seres humanos, que quiere que éstos sean felices desde un horizonte solidario y fraterno, y que es eminentemente comprensivo y perdonador como podemos observar en las acciones y palabras de Jesús, nuestro Señor.
Debemos enseñarles que los seguidores y seguidoras de Jesús de Nazaret no estamos a la espera de venganzas varias, sino de la redención de la humanidad en dirección a habitar en un mundo nuevo, donde “el lobo habitará con el cordero, …y un niño los pastoreará” (Is. 11).
23 agosto, 2010
La cita: "Hay que desmontar el moralismo" (Juan Masiá Clavel)
Hay que desmontar el moralismo: una moral de mandatos y prohibiciones, tabúes, reglas, normas y transgresiones. La moral no debe ser de semáforo, rojo o verde, sino de faro o de brújula que señala al norte: guía a quien camina entre incertidumbres. A veces se usan confusamente los términos "criterio", "norma", "principio" o "regla". Usamos aquí “criterio” en sentido distinto de solución ya dada, conclusión o norma fija. Un criterio, como faro que ilumina la llegada al puerto, no es como la función del práctico, que sube a bordo para guiar el barco al puerto. En el primer caso se da una orientación, pero la perona ha de avanzar por sí misma. En el segundo, nos dejamos llevar por quien conoce el camino. Es en el primer sentido, con la comparación del faro, en el que entendemos el criterio moral: actitudes o predisposiciones básicas que orientan a realizar valores y rechazar antivalores. (Masiá Clavel, Juan. ¿Quiebra o reconversión?: la moral teológica en apuros. p. 17)Se puede descargar gratuitamente la obra de Juan Masía Clavel pulsando aquí
22 agosto, 2010
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